jueves, 2 de marzo de 2017

MUSICALES ROMÁNTICOS QUE SE QUEDARON SIN OSCAR

Al margen de la polémica que suscitó la equivocación final de la gala de los Oscar de este año, y que eclipsó las diversas críticas que se vertieron a lo largo de la noche en contra de Trump - ¿quién sabe si fue él mismo quien sabiendo lo que ocurriría en el Kodak Theatre saboteó la fiesta comprando a los empleados de Price Waterhouse para que al día siguiente no se hablara de otra cosa? -, la noche del pasado domingo 26 de febrero se recordará también entre la afición por los premios que se nos escaparon, me refiero al de mejor película para La La Land, aunque al menos su equipo disfrutó de unos minutos de gloria gracias a la insólita equivocación y el film no se fue precisamente con las manos vacías, que seis Oscar no están nada mal; y el que prefirió la compañía del húngaro Kristóf Déak a la del español Juanjo Giménez Peña y su cortometraje Timecode. La Academia este año ha preferido premiar lo políticamente correcto, que hoy es precisamente lo que ayer no lo era, la diversidad de raza y orientación sexual, aunque Moonlight no acabe de limar todas sus asperezas y puntos flacos. Hace doce años Brokeback Mountain era demasiado atrevida, mientras mucho antes Midnight Cowboy llegaba en el momento justo de anarquía y descontento; hoy Moonlight consuela a gays y afroamericanos aunque La La Land sea superior y más redonda como película.

La cinta española es una historia de amor diferente y original, en la que dos vigilantes de un aparcamiento, el que hace el turno nocturno y la que hace el diurno, no encuentran otra vía de comunicación que el baile, a través de la elocuente coreografía de Lali Ayguadé, que interpreta el rol femenino, y que se extrae de su espectáculo Incógnito. Dos cuerpos que apenas se rozan pero que encuentran precisamente en la expresividad de los mismos el vehículo perfecto para atraerse mutuamente en un juego de cámaras de seguridad y multipantalla de ordenador que tiene en su precisión y la originalidad de su propuesta su principal baza. El film se alzó con el premio al mejor cortometraje en el Festival de Cannes y llegó no sin ardua competencia a la terna final de los Oscar. Un musical atípico, sensual y original que no acabó sin embargo de encontrar el apoyo definitivo de la Academia.

El caso de Damien Chazelle es también cuanto menos particular. Este joven enamorado del cine musical ha ido escalando puestos desde la muy modesta y casi experimental Guy and Madeleine on a Park Bench. Experimental no porque pretenda romper moldes ni barreras, sino porque su aspecto es el de un trabajo de fin de carrera, un colchón sobre el que practicar la teoría aprendida. Así, en blanco y negro, con una cámara indecisa, a veces desenfocada e imprecisa, y siguiendo el ritmo que le marca la música de su amigo inseparable Justin Hurwitz, Chazelle plantea también una historia de amor en términos distintos y alejados de lo convencional. Unidos por la música (él es trompetista) y el baile (ella practica claqué), la pareja vivirá el desamor y la separación siempre con esa pasión por la música uniéndoles de forma tan discreta como inevitable. Lo único cuidado del film es su banda sonora, con momentos muy gershwinianos, lo que junto a unas imágenes rodadas en Nueva York en blanco y negro remiten naturalmente al Manhattan de Woody Allen treinta años después, aunque la mayor parte de la película está rodada en Boston. Canciones pegadizas y una amable historia de amor la convierten en precedente de ese La La Land que finalmente no se coronó como la gran triunfadora de la noche de los Oscar, para regocijo de quienes sólo han querido ver en la encantadora cinta del director de la sensacional Whiplash un pastiche de títulos inolvidables del género musical en su apogeo de los años cincuenta, en lugar del homenaje elegante e ingenioso que realmente es.

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