lunes, 13 de febrero de 2017

LA FLAUTA MÁGICA: UN RITUAL DE INICIACIÓN. MUCHO FRENTE A NADA

La flauta mágica, de Wolfgang Amadeus Mozart. Libreto de Johann Emanuel Schikaneder. Pedro Halffter, dirección musical. Roberto Andó, dirección escénica. Riccardo Masa, reposición de la puesta en escena. Gianni Carluccio, escenografía e iluminación. Nanà Cecchi, vestuario. Iñigo Sampil, director del coro. Intérpretes: Roger Padullés, Peter Kellner, Erika Escribá-Astaburuaga, Sara Blanch, Javier Borda, Mikeldi Atxalandabaso, Estefanía Perdomo, Ruth Iniesta, Gemma Coma-Alabert, Anja Schlosser, David Lagares, Beñat Egiarte. Niños y niñas de la Escolanía de Los Palacios. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla y Coro de la A.A. del Teatro de la Maestranza. Producción del Teatro Regio de Turín. Teatro de la Maestranza, domingo 12 de febrero de 2017

La dirección del Teatro de la Maestranza se jugaba mucho con esta fuerte apuesta, y no por la dirección escénica, al fin y al cabo en manos de un director consagrado en la escena y el cine como es Roberto Andó, una de cuyas últimas propuestas cinematográficas, Viva la libertad, protagonizada por Toni Servillo (La gran belleza) nos dejó muy buen sabor de boca. Más bien por decantarse por un reparto de voces casi o totalmente desconocidas, un elenco joven y en principio inexperto del que cabía esperar o un descubrimiento feliz o justo lo contrario; mucho frente a nada. Pues bien, resumiendo, en el apartado musical ésta ha sido una Flauta mágica que si se grabara sería un buen disco, y en el escénico los más cinéfilos no pudimos sino recordar a Tom Hulce relamiéndose de gusto y dicha cuando en Amadeus imaginaba su última aventura lírica mientras le iba dando forma sobre el papel, pues en el escenario del Maestranza parecía justo se estuviera reproduciendo esa fantasía descrita por Peter Shaffer, sólo que menos artificiosa y recargada con el fin de adaptarse a nuestro tiempo, siempre más minimalista y conceptual, así como a los bolsillos de una cultura tan mermada por la crisis y la incompetencia.

Es cierto que Mozart dejó mucha libertad a escenógrafos y directores para montar su última ópera, sin exigencias ni de época ni de espacio; pero algunas indicaciones dejó, y todas estuvieron presentes en la producción del Teatro Regio de Turín. Tamino es un príncipe japonés; la escena se recrea en un Egipto imaginario en el que sobresalen las referencias a la masonería que profesaban el músico y su amigo libretista, Schikaneder; la flauta es dorada, Paganeno es un pajarero romántico en toda regla, la Reina de la Noche aparece desde lo alto en medio de una enorme espiral oscura, los caballeros de las pruebas portan crestas de fuego y la aparición de animales a lo largo y ancho de la platea multiplica la sensación de júbilo del espectáculo, a lo que hay que añadir que Papageno hace sonar su propia flauta de pan, como en el estreno vienés de 1791; y así un sinfín de detalles que nos retrotrajeron a la ingenuidad y la inocencia con la que todo esto se gestó hace doscientos veinticinco años. Por eso todo se confió a la magia del teatro, sus recursos más sencillos y eficaces, entre ellos una magnífica iluminación, sin artificios ni tecnología punta. Más que una escenografía propiamente dicha, se trata de elementos escenográficos orientados a potenciar todo lo que supone este cuento musical, su fantasía y su ritual de iniciación, como metáfora de la eterna lucha entre el bien y el mal, que Andó completó con la idea de que del mal se aprende (la flauta y el carillón son armas del mal que los protagonistas utilizan para hacer el bien) y pueden dar como resultado la redención; quizás por eso al final Sarastro y la Reina de la Noche, posibles cónyuges separados y padres de Palmina, como presumieron Bergman y Branagh en sus adaptaciones cinematográficas, parecen reconciliarse. Para llegar a la sabiduría hay que conocer todos los parámetros que mueven el universo, y el mal se encuentra entre ellos. 

Halffter venía de Trieste, donde coincidió en otro montaje de este mismo título con el barítono eslovaco Peter Kellner, cosechando buenas críticas. Y es que su Mozart acertó a contener ligereza de espíritu pero cuerpo y peso en su estética, acompañando pero sin enturbiar ni apabullar. Se limita a dotar al conjunto de la solemnidad, la frescura y la fluidez de la música del genio de Salzburgo, a lo que los integrantes de la ROSS respondieron con tanto sentido práctico como de probada profesionalidad. Un empeño que se extendió a todas las familias instrumentales, destacando la labor de Vicent Morelló y Tatiana Postnikova, naturalmente a la flauta y la celesta respectivamente. Lo mismo podemos decir del coro, sensacional en las escasas partes que les brinda la partitura, y los niños y niñas de la impagable (e imparable) Escolanía de Los Palacios, que permitió que papeles concebidos para voces blancas fueran encomendadas a ellas y no a sopranos ligeras como es más habitual. Lo más difícil en una ópera que contiene tantos cuadros y escenas es conseguir continuidad y fluidez narrativa, y la batuta de Halffter así como la dirección escénica lo consiguieron con nota alta.

En La flauta mágica tiene que funcionar el elenco vocal en su totalidad, y también en esto se acertó con creces. Aunque sobreactuado, la interpretación de Kellner como Papageno fue una delicia, puro jolgorio en lo escénico y sensacional en lo vocal, interactuando incluso con el público. Voz rotunda y perfectamente modulada también en los diálogos (generosos en este montaje), en sus solos o acompañado de Palmina o de Papagena en el célebre dúo cómico del segundo acto. Hace dos veranos en los Jardines del Alcázar apenas nos causó impacto la voz y la expresividad de la soprano valenciana Erika Escribá-Astaburuaga; o entonces nos equivocamos o mucho ha mejorado, porque dio perfectamente el perfil de Pamina, ingenua y desenfadada, y con un dominio técnico y una riqueza tímbrica extraordinaria, culminando en un Ach, ich fühl's, es ist verschwunden lleno de emotividad y dulzura. Nada que reprochar a Roger Padullés a nivel vocal, pero en cuanto a expresividad fue el más soso de todo el elenco, algo que si lo trabaja más acompañará perfectamente a una voz bien timbrada y un fraseo impecable. Javier Borda ofrece a Sarastro una imponente presencia, potenciando su nobleza y dignidad, si bien posee una voz demasiado profunda que languidece en las notas extremadamente graves. La primera aparición de la Reina de la Noche, con agilidades algo frenadas e inseguras, y su voz declamada no hacían presagiar un Der Hölle Rache tan satisfactorio, llegando con holgura a sus difíciles sobreagudos y denotando así un considerable grado de virtuosismo. Todos los demás, incluido un habitual de nuestro teatro, el onubense David Lagares, impecables, destacando las tres damas de la noche, sensuales y perfectamente conjugadas y afinadas, y la sensación global de alegría y desenfado que transmitió un espectáculo que si se tradujera al castellano (Kenneth Branagh y Stephen Fry lo hicieron al inglés para la película de 2006) daría para un par de funciones para escolares y familias. Al fin y al cabo trata sobre un ritual de iniciación, y tal como se ofreció el domingo noche en el Maestranza, resultó un vehículo perfecto para iniciarse en la ópera y añadir belleza a una vida que es efímera y merece llenarla de gozo.

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