jueves, 8 de diciembre de 2011

CITAS EN MADRID: LADY MACBETH Y DON QUIJOTE

Cuando Shostakovich estrenó su segunda ópera simultáneamente en Leningrado y Moscú, cinco años después de debutar en la lírica con La nariz, nada le hacía presagiar que dos años más tarde, a propósito de la asistencia de Stalin a una de sus representaciones en la capital de la Unión Soviética, comenzaría un particular calvario para el compositor que acabaría con su carrera como autor operístico – su tercera ópera, Los jugadores, que comenzó a escribir ocho años después del estreno de Lady Macbeth de Mtsensk, quedó inacabada. El dirigente soviético vio mucha mezquindad, vulgaridad y música confusa en una obra que debía ser el punto de partida de una serie de óperas que reflejasen el papel de la mujer en Rusia, desde la machista época zarista a la liberación femenina en la URSS. Para ello adaptó una novela corta basada en un acontecimiento verídico en el que una mujer asesinaba a su suegro, marido y el sobrino de éste, con la ayuda de su amante y con móviles absolutamente económicos, lo que le valió el apodo del personaje shakespeariano. El hecho de que Shostakovich despojara a la protagonista de ambiciones hereditarias, y limitara sus frustraciones a las de índole sentimental, le sirvió para analizar la sociedad machista en la que se desenvuelve el drama de un juguete sexual castigada sin estímulos sensuales y afectivos. Sin embargo en ese punto deja de tener relación con Lady Macbeth, y mejor debiera haberse titulado Katerina Ismailova, que es como tras la censura indirecta a la que fue sometida y tras provocarle algunos recortes y ajustes, decidió rebautizarla en 1963.

Hechas estas consideraciones introductorias, en su apuesta por títulos contemporáneos y poco divulgados, Mortier ha tenido el acierto de convocar de nuevo esta ópera al escenario del Real, tras haber pasado más de una década desde que la dirigiera en este mismo espacio el mismísimo Rostropovich, artífice de la recuperación de la partitura original. Para esta nueva ocasión ha contado con la celebrada producción de Ámsterdam del 2007, con una muy simbólica y acertada dirección escénica de Martin Kusej. En ella Katerina permanece gran parte de la obra en una inmaculada jaula de oro, rodeada de caprichosos y lujosos zapatos; a su alrededor la superficie es de alquitrán, con lo que cada hombre que con su consentimiento va entrando en su cámara, la va consecuentemente ensuciando, o lo que es lo mismo, mancillando la pureza y la inocencia de la joven. La acción se ha trasladado desde mitad del siglo XIX a mitad del XX, demostrando que por mucho que Shostakovich quisiera reflejar en su ciclo frustrado, las cosas no han cambiado tanto, al menos en lo que a violencia de género se refiere, hasta el punto de que también se habría podido ambientar hoy en día. Porque encaprichada y enamorada, Katerina va siendo vejada por quien la utiliza seguramente para fingir una sexualidad que no posee, o para ultrajarla y aprovecharse de ella hasta repudiarla. Ella acaba matando a su rival en lugar de a su maltratador, y sacrificándose a sí misma porque vive en una sociedad, como la nuestra, que no invierte en educación convenientemente y aboca a una conducta machista, como muy bien escenifica el coro, multitud de gente mezquina, ya sea robando los zapatos que simbolizan la riqueza, bebiendo y gamberreando como aficionados a la botellota en la muy danesa escena de la boda (piénsese en la película Celebración de Thomas Vinterbeg) o desfilando como zombies en las gélidas tierras siberianas donde han ido a pagar por sus crímenes.

Como ven esta Lady Macbeth de Kusej da mucho que pensar, invita a reflexionar y tiene mucho que decir, un ejercicio intelectual sano y por supuesto muy bienvenido. Pero Lady Macbeth no triunfa si no lo hace su protagonista, y la soprano holandesa Eva-Maria Westbroek lo hace sobradamente, por su torrencial voz, su facilidad para la entonación, los cambios de registro, el fraseo y la agilidad, con momentos tan emotivos como cuando sola en la habitación reflexiona sobre su falta de ternura y atenciones (escena 3 del acto 2º). Pero sobre todo por su expresividad y su talento interpretativo, convenciendo sobradamente en su progresivo deterioro emocional y moral. Poco importa que los personajes masculinos no brillen ni mucho menos a su altura. Michael König es un chulo convincente y vocalmente correcto, sin más, mientras Vladimir Vennev, ampliamente familiarizado con el detestable personaje del suegro, evidenció escasa capacidad de proyección, que salvó con gusto en la modulación y expresividad actoral. La dirección orquestal del veterano Hartmut Henchen brilló por encima de la mera corrección, con interludios llenos de fuerza, especialmente en la dura escena del casi explícito coito, donde el ímpetu orquestal y los intermitentes flashes de luz lograron dotar de enorme dignidad a una escena esencialmente escabrosa.

Antes de esta experiencia multisensorial, pudimos asistir en el Auditorio Nacional a uno de los conciertos de abono de la Orquesta Nacional que Josep Pons ha articulado este año en torno al París de la Belle Epoque. Tres Don Quijotes muy distintos; el más conocido y programado el de Strauss para violonchelo solista, que Miguel Jiménez defendió con notable solvencia, aunque quien brilló especialmente fue la viola de Cristina Pozas, prodigio de claridad y expresividad. La dirección de Pons fue sin embargo irregular, con numerosas caídas de tensión, imprecisiones de articulación y escasa incisividad cuando se requería. Las amables y algo folclóricas Danzas del catalán Roberto Gerhard, dichas con sentido del color y notable fluidez; y el fundamental Retablo de Maese Pedro de Falla que Pons, quien tiene una interesante grabación de la página junto a Cambra Teatre Lliure, dirigió con ímpetu y precisión, mientras Raquel Lojendio defendió con loable acierto su difícil tarea de sopranista, sin echar mano del recurrente falsete y evidenciando una voz perfectamente colocada que modula a la perfección, sin desfallecer en ningún momento. Gustavo Peña destacó en proyección en sus intervenciones recitadas, mientras el joven barítono Joan Martín-Royo se mostró más inseguro e impreciso en su más difícil tarea de dar vida al Quijote. Lástima que la solvencia del concierto, al margen del fallido poema sinfónico de Strauss, fuera ilustrada con unas notas al programa tan pobres, mal escritas y peor punteadas como las de la catedrática, supuestamente especialista en Cervantes y la música, Begoña Lolo.

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